Noticias País, Guangzhou, China. “Siempre soñé con conocer China, y finalmente lo hemos logrado”, así arranca el relato de William Ramos, quien junto a tres amigos emprendió un viaje que cambiaría por completo su percepción del mundo.

Desde el primer momento, la realidad superó cualquier expectativa: su celular no funcionaba, y con ello, tampoco las aplicaciones habituales como Instagram, Facebook o WhatsApp. En China, el universo digital se rige por otras reglas: WeChat es la clave, una app que lo hace todo: pagos, mensajes, reservas, mapas y más. Sin esa herramienta, estar desconectado no es una opción, es la norma.
Guangzhou, la ciudad que los recibió, es una megalópolis que parece vivir en el futuro. Sus calles están dominadas por motocicletas eléctricas, rascacielos de vidrio, parques limpios sin una sola basura y un metro que impresiona por su pulcritud y eficiencia.
Para ingresar al sistema de transporte, los tickets se pagan con códigos QR a través del móvil, y el acceso se realiza con fichas reutilizables, como en un juego de casino. Cada estación tiene pasillos que pueden extenderse hasta 4 kilómetros, y los trenes —muchos sin conductor— cruzan túneles subterráneos que pasan por debajo de ríos, una muestra palpable del nivel de ingeniería que se respira en cada rincón.
La experiencia culinaria fue otro mundo. Desde puestos callejeros que venden paloma asada, anguila eléctrica o fideos con vieiras, hasta restaurantes giratorios en lo alto de un rascacielos que ofrecen cenas tipo buffet mientras se contempla el skyline cambiante de la ciudad.
Incluso los utensilios llegan envueltos y deben ser desinfectados con agua caliente que los propios comensales manipulan. Cada plato guarda su historia y cada bocado una nueva lección. William y su grupo probaron desde el popular pato a la naranja, hasta bebidas destiladas con más de 50 grados de alcohol, que según ellos, “sabían a acerén haitiano”.
Lo más impresionante quizás fue el delivery robótico. En uno de los hoteles donde se alojaron, una cerveza pedida desde el celular llegó a la habitación… entregada por un robot que incluso llamó al teléfono para anunciar su llegada. El nivel de automatización en los servicios cotidianos demuestra cómo la inteligencia artificial y la robótica son ya parte natural de la vida urbana en China.
Y no todo fue tecnología. También hubo espacio para la historia y la tradición. Uno de los momentos más introspectivos fue la visita a un templo cantonés del siglo XIX, un lugar construido por una dinastía para preparar jóvenes en un sistema de educación meritocrática. Allí aprendieron que muchas costumbres chinas actuales —como el pagar a la familia de la novia para casarse— tienen raíces profundas y estructuras formales.
La arquitectura tradicional, los valores comunitarios, el respeto a los mayores y la extrema cortesía de sus ciudadanos contrastaban con las limitaciones del idioma. Aun así, las interacciones fluyeron con sonrisas, señas y buena voluntad.
En las calles, los locales caminaban con serenidad, hablaban en voz baja y mostraban una cortesía sorprendente. Muchos hombres, por ejemplo, llevaban las carteras de sus esposas como gesto común, una muestra cultural que llamó mucho la atención de los viajeros.
China se reveló como un mundo aparte, donde cada paso desafía lo conocido. Para William y su equipo, el viaje no fue solo un recorrido por un país lejano: fue un ejercicio de desaprendizaje, de adaptación y de humildad ante un modelo de vida totalmente distinto.
Desde el transporte hasta la forma de comer, cada experiencia dejó una enseñanza y una historia por contar. Una aventura que comenzó sin conexión, pero que terminó más conectada que nunca con el mundo real.